Domingo 3 Octubre
Marcos 10, 2-16
El mundo de la libertad nos ha llevado a vivir solos. Incapaces de mantener la fidelidad en el amor, muchas personas se encuentran solitarias. Lo primero que se descubre en ellas, no es la autonomía o realización que procuraron con el divorcio, sino su división interior. Parece contradictorio que muchos que intentaron vivir su vida sin vínculos mayores con nadie para ser libres, experimentan, ahora, el más profundo rompimiento de su ser, y descubren que han pasado la vida saboteándose a sí mismos. ¿Qué es lo que sucede en realidad? Que la propuesta del divorcio está falseada de principio. Nosotros no somos seres solitarios, sino sociales. Estamos hechos para trascender por medio del amor a Dios y a los demás.
El Evangelio que escuchamos hoy, más que hablarnos de la moralidad e indisolubilidad del matrimonio, nos habla de la verdad del matrimonio y de la persona humana; ésta no depende de la ley mosaica que se cimentaba en Dt 24,1, para justificar las actas de divorcio del hombre a la mujer, sino que se remonta “al principio de la creación”, cuando Dios creó hombre y mujer, (cf. Gn 1,27), por eso Jesús añade que “ya no son dos sino una sola carne y que lo que Dios ha unido no lo puede separar el hombre” (cf. Mc 10,8-9). Y así como la verdad del matrimonio no se realiza en la ley de Moisés, tampoco en las nuevas corrientes culturales que se inspiran en el hedonismo y el relativismo.
La persona humana no está hecha para vivir en soledad, sino para completarse en la perfecta unidad con su otro yo. Como Adán y Eva. Incluso los solteros o los consagrados, no pueden completarse si no es frente a su otro yo, que puede extenderse en la figura del amor esponsal, al amor de familia y de amistad, en el caso de los solteros; y al amor de la Iglesia y de amistad, en el caso de los consagrados.
Lo que aquí se trata tiene un sentido de amor trascendente. Ser uno solo, “una sola carne”, significa encontrarse en la perfecta unidad de vida y de amor con el ser amado. Y desde esa plenitud, iniciarse en la unidad con Dios. Ser uno solo no significa ser una persona solitaria por más satisfactorios que posea, sino alguien que ha encontrado su otro yo, junto con el cual puede experimentar la unidad perfecta y vivir la aventura de donación y pertenencia por el amor.
Quien no da el paso a vaciarse de sí mismo en el amor que completa su ser, quien no logra ser uno solo como resultado de la comunicación de la vida y del amor en pareja, no puede ir a Dios, porque Dios es comunión de personas.
Nuestro destino en el mundo no se limita a pasar la vida sin complicaciones, sino a aprender a no estar solo; es decir, fuera de Dios, pero sí aprender a unir nuestro ser en Dios a través de la experiencia del amor y la fidelidad con los demás y comunicar vida.
Se entiende que estamos hechos para la esponsalidad y no para la soledad.